Redacción
Lo había anunciado en más de una ocasión, pero el maestro Hayao Miyazaki ofrece, en el Festival de San Sebastián, la enésima prueba de una imaginación inagotable en la nueva película de Studio Ghibli.
Levantemos nuestras copas, pues, porque ‘El chico y la garza’ pase a formar parte del legado inigualable del cineasta japonés, todo un referente del poder de la imaginación en la gran pantalla. Y no cometamos el absurdo error de entablar comparaciones sin demasiado sentido, cuando se trata de sumar a una lista que incluye títulos tan icónicos e indiscutibles como ‘Mi vecino Totoro’ (1988), ‘La princesa Mononoke’ (1997) o ‘El viaje de Chihiro’ (2001). Más allá del lugar que pueda ocupar en una de esas clasificaciones filmográficas que están tan de moda y que dan ganas de arrancarse los ojos, el nuevo trabajo del fundador del Studio Ghibli sigue regalando felicidad a su inagotable legión de fieles, y eso es lo que cuenta.
Inspirada en una novela de Genzaburo Yoshino, la conmovedora y emocionante trama de ‘El chico y la garza’ gira alrededor de la muerte, del duelo infantil, y de la búsqueda de los recursos necesarios para encontrar consuelo y seguir adelante: Mahito, un niño de 12 años, perdió a su madre en un incendio, en plena Segunda Guerra Mundial. Una escena de apertura del film que apuesta por un realismo sorprendente, desde las ensordecedoras sirenas antiaéreas hasta el trágico resultado provocado por el fuego. Ya en su nueva vida lejos de Tokyo, con su padre casado de nuevo con la hermana de su fallecida esposa y esperando una nueva criatura, el protagonista descubrirá una torre abandonada y en ruinas escondida en la finca familiar.
Es ahí donde se abre la puerta a la fantasía, no podría ser de otro modo. La curiosidad, y una garza que sobrevuela el lugar y que le convence de que su madre sigue viva, llevarán al muchacho a adentrarse en un universo paralelo y mágico en el que caben periquitos gigantes, puertas por las que transitar en el espacio-tiempo, pelícanos hambrientos y unas adorables criaturas llamadas warawara, que se hinchan como globos y flotan hasta nuestro mundo para nacer como seres humanos. Y un gran hermano que todo lo ve, el Señor de la Torre, con el que Mahito parece tener un poderoso vínculo.
Altibajos de ritmo a un lado, el despliegue creativo de Miyazaki nunca tiene fin. Aquí tampoco. Después viene lo de traducir todas esas ideas en imágenes bellísimas, con esos colores y texturas que solo consigue la animación tradicional, el pincel y las manos de los artistas que desarrollan su talento en las filas de Ghibli.
De los paisajes exhuberantes al más mínimo de los detalles, la pluma de una garza, las cenizas que flotan en el aire tras la tragedia, o la narizota de una anciana (ojo a esas siete viejas que se pelean por una lata de salmón en conserva o por un pitillo en tiempos de escasez, quizás un guiño a los siete enanitos de Blancanieves).
La melancolía y el sentido de la aventura se dan la mano en ‘El chico y la garza’, y el tierno coming-of-age animado imaginado por Miyazaki nos anuncia que no se retira. Ni hace diez años ni, afirman las buenas lenguas, tampoco ahora. Se dice, se cuenta, se rumorea, que el genio ha llegado a las oficinas de Ghibli con nuevas ideas, quizás para otro proyecto. Para alegría y jolgorio de todos… ¡ojalá!
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