Redacción
Dos primos con sueños de triunfar en la música emprenden una travesía tan inocente como vital para llegar a Italia desde su Dakar natal, en este film que aspira al premio de la Academia en la categoría película internacional
Las historias italianas de Matteo Garrone siempre han revelado el costado más oscuro de los sueños. En Gomorra (2008), la película que le dio fama, basada en la investigación periodística de Roberto Saviano sobre la mafia napolitana, el crimen organizado se escurre de su glamour y estridencia y se asimila con la cruda intemperie que definió al neorrealismo. También la exposición televisiva se torna grotesca y vacía en Reality (2012), un descarnado retrato de las nuevas formas de la popularidad en el siglo XXI. Sueños que se escurren como los de pertenencia de Marcelo, el guardián de los perros que anhela la protección del matón del pueblo en Dogman (2018). Tiempos arduos y difíciles los que retrata Garrone mirando su Italia peninsular, paradójico destino prometedor para quienes desde la costa africana la avistan en el viaje que propone Yo, capitán, su última película.
Un cambio de punto de vista en las historias de migrantes es lo que ofrece Garrone. No desde los que ven llegar a los agónicos viajantes sino desde ese inicio del periplo, en una ciudad colorida y calurosa como Dakar, donde los primos Seydou (Seydou Sarr) y Moussa (Moustapha Fall) planean el viaje de sus vidas. No los corre la guerra civil ni la hambruna, sino que los empuja el sueño de ser músicos y firmar autógrafos. Europa se cuela en sus celulares y redes sociales, y trabajan día y noche para juntar el dinero del pasaje, desobedecen a sus familias para emprender una travesía larga y suicida. Esa es la historia de Yo, capitán, vista desde los ojos de un adolescente de apenas 16 años, como en su momento Vittorio De Sica reflejó la posguerra desde la mirada de un niño que acompaña a su padre a buscar su herramienta de trabajo en Ladrones de bicicletas.
La mirada de Garrone es dura, sin concesiones. Su puesta en escena no ahorra los terrores del desierto del Sahara, las torturas de la mafia libia, las contradicciones de una ciudad como Trípoli, la supervivencia de las comunidades senegalesas. Si en aquella candente posguerra, uno de los ideólogos del neorrealismo como Cesare Zavattini creía que la cámara debía develar lo concreto de la realidad sin perder los trazos de la ficción, Garrone reinventa esa fórmula en el presente, siguiendo a sus criaturas en un viaje que tiene a esa Italia, una vez devastada, como paraíso posible. La misma lealtad que unía a los lustrabotas de De Sica en una Roma cruel que los empujaba al encierro y a la traición, es la que ahora une a los primos senegaleses en su entrada a un mundo de adultos sin empatía ni solidaridad. Sobrevivir no es nunca una tarea solitaria sino el fruto de esas pequeñas alianzas que surgen en un territorio hostil, en un barco con destino incierto.
Sin el rigor documental de Gomorra o el pesimismo estilizado de Dogman, Yo, capitán impregna la cosmogonía de Garrone de una lectura más global y menos provinciana, ya no circunscripta al universo italiano al que le dio vueltas en sus obras anteriores. Y sus personajes recogen la inocencia y la ilusión que vislumbró en la infancia de Pinocho, en su versión de 2019, aquella que anhela la tierra de los juguetes aunque el riesgo sea convertirse en burro. Anhelos y desencantos, la paradojas de una travesía que siempre nos mantiene en movimiento.
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